viernes, octubre 07, 2005

LOS JUEVES EN EL PARAÍSO

Dicen, quienes han viajado mucho, que en cada pueblo de este planeta existe un cinema llamado Paraíso. No lo sé, quizá tengan razón. Yo sólo sé de uno, en mi pueblo -desde entonces ya ciudad-: El Cine Paraíso.

La verdad es que éste era sólo una pequeña sala con aproximadamente cincuenta butacas de lámina, destartaladas. Eso sí, tenía una taquilla, y en el “lobby” una deprimente dulcería donde se ofrecían palomitas correosas en bolsitas de papel estrasa, malvaviscos rancios y mini vasos encerados con pepsi caliente. A mí esto no me importaba pues la abuela se encargaba de llenarnos los bolsillos con sangüichitos aplastados, huevos duros y alguna que otra galletita. Lo difícil era, en verano, conseguir una bebida fresca, pues por aquellos tiempos nada había de toda esta interminable colección de la que ahora gozamos: aguas, jugos, refrescos hidratantes… en latas, en plástico, en cartón.

Mis escasos ocho años se alborotaban cada jueves en que el abuelo Ernesto, invariablemente, nos llevaba al Cine Paraíso. Debíamos caminar seis o siete largas cuadras, pero yo no me cansaba, sí el abuelo, pues debía soportar su peso enorme de 160 kilos. Recuerdo que en cada media cuadra, teníamos que esperarlo a que agarrara aire. Mientras, porque esto le tomaba más de quince minutos, nosotras (mi hermana y yo), nos sentábamos en el filo de la acera para ver pasar a las hormigas con sus cargamentos: un trozo de hoja, media lombriz, el ala de algún insecto… Así que, si la función daba comienzo a las cinco p.m., había que salir de casa justo después de comer.
Cuando el abuelo lograba “reponerse” para recorrer el siguiente tramo, nos levantábamos felices y tomábamos sus manos para continuar. Sus manos eran grandes, blancas y mullidas, repletas de pecas. A mí me gustaba tomarle de su curvo meñique y observar esa imagen: el enlace y contraste en tamaños, colores y texturas. Creo que ésas fueron las primeras veces en que deseé fotografiar.

Los jueves eran los días que al abuelo le gustaba ir al cine porque era el único día en la semana en que proyectaban filmes extranjeros. Sobra decir que a la sala le sobraban bastantes lugares, es más, hubo muchas ocasiones en que sólo estábamos ahí nosotros. Claro que mi hermana y yo entendíamos un carajo de aquellos idiomas: alemán, chino, japonés, inglés, etc. Además, la mayoría de las películas no contaban con subtítulos, quizá por esto sólo cobraban cincuenta centavos a los adultos y veinticinco a los niños, el equivalente a una tarifa de viaje en camión urbano. Sin embargo, yo no prestaba atención a las palabras. Yo dictaba todo el diálogo adentro a través de las imágenes: los besos, las masacres, la lluvia, llantos, abrazos, nacimientos, música… eso, la música lograba darme casi todo el panorama.

Gozaba estar ahí, en ese pequeño recinto oscuro, con diminutas luminarias semejando estrellas en el cielo, creyéndome princesa de cuento ruso en un concierto. Ahora sé que los jueves en el paraíso eran tan esperados como navidades semanales.

El Cine Paraíso estaba en una colonia, del mismo nombre, colindante a la nuestra: la “Buenos Aires”. Quien no fuera feliz con esos nombres encapsulándole la existencia, no sé, tendría que ser un malviajado establecido en el reino subterráneo de la insensibilidad.

Nota: Ahora, con su tristeza a cuestas, el Paraíso es una vulcanizadora y un remedo de taller mecánico.

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