viernes, enero 25, 2013


LOS INICIOS

Este es el día en que empiezo a despedirme.   Hoy, trece de enero de dosmildiez. A medio siglo de vida en el planeta, dos de mí que fueron yo, descansan al fin en estas letras.

Ana, te veo encima de la tierra, no caminas aún y estás contenta.  En tu mano se deshace un puño de arcilla, intentas llevártelo a la boca. Click.  Tus padres, seguramente con una polaroid que rentaron o prestaron de un amigo, te capturan. Tú en brazos de uno, click, y después en brazos de otra, click. Punto ciego el desierto.  Luego no recuerdas. 

Ahora se le antoja el barro, su olor, su frío contacto con el agua, su rudeza acaso.

Tu infancia fue árida burbuja.

 Ana no sabe qué decir de su infancia.  Ella está intentando recordar un poco con los restos de las voces ajenas:  levantarse temprano, ayudar a su hermana a despertar, encabronarse con el desorden…  Grita, sí, grita, y no hay nadie quien la escuche. . Son estampas, fotografías diluyéndose en el fregadero,  una memoria cada vez más mentirosa.  Abuelos en señal de padres, tías en señal de madres, palabras atoradas en señal de amigas, a veces…

Te escondes en el armario para poder llorar, pues tu padre ha dicho que eso no es bueno, nadie debe saber que lloras…

Ella espera los domingos como el mejor regalo. Padre lleva al río a sus pequeñas "reproducciones", a nadar, a tomar algún helado y comprarles un cuento. Ana nunca quiere que se acaben los domingos.  Padre habla casi nada, si acaso hace una o dos preguntas sin prestar atención alguna a las respuestas. Él sigue demasiado joven.

Espanta la escuela de monjas, la detestas. Son crueles contigo. Con tu hermana no,  porque ella es bonita:   su cabello ondulado, color oro viejo (como dice tu abuela), sus mejillas rosas… y además, obedece.

Le gustan los cuentos a Ana, espera ansiosa que sus tías-madres-hermanas regresen del trabajo o de la escuela, para que alguna le lea o relate alguno.  El abuelo, en especial, le canta cuentos, toca su violín mientras ella le sonríe atenta aunque desconozca los sonidos, el idioma…

Acurrucada en el vaho de la cocina, Abuela sabe cómo rociar azúcar sobre tu desierto. Y salen galletas de ese calor, abrazos sin tocarte, besos de canela y chocolate, tibieza que te tragas como píldoras de salvación.

Muchos la ven, pocos la observan, casi nadie la toca. Ella es un atardecer esperanzado.

Te odias por no quererte. Quieres verte bonita, acicalada, sonriente… y sólo eres una despeinada horrible y triste estrella.

Las monjas le dicen que todo lo hace mal: aprende mal, limpia mal, come mal, borda mal, escribe mal, reza mal…

No conoces aún el desconsuelo, ni el desamor, ni el destierro. Ni siquiera has escuchado esas despalabras. Sin embargo, vibras en preguntas: "¿Conocerán los hombres el amor? ¿En cuántas casas me habito? ¿Y si Papá también se muere?"

Tiene un amigo imaginario. Se llama Dientito. Conversan y juegan siempre bajo la ducha, jamás en otro sitio pues pueden ser descubiertos. Ana le nombró así porque la presión del agua sobre su espalda era como pequeñas mordidas de afilados dientes.

Tienes nueve o diez años y te enamoras. El objeto amorativo  es el sobrino de la vecina que sólo por venir de no sabes dónde, es encantador. Tu memoria apenas ha guardado sus pecas y su copete juguetón contra el viento.  Abuela dice que eso no es amor, que estás enamorada del amor y que aún no sabes lo que es. Entonces, te preguntas, ¿cómo se puede soñar con algo que no conoces?

Comienza por besarse en el espejo. El frío adelgaza sus labios y se secan. Prueba con el bilé de su tía y ahora ya no siente nada. Su amiga confidente le dice que debe sacar la lengua y ella advierte que el espejo sabe a detergente. Abandona la misión pero busca otros materiales.

La niña muerte te toca. Tu amiga, con quien ayer apenas jugabas, se murió. Así, de pronto, como siempre se mueren todos, pero ella no, ella sí se murió de repente. Corría por el parque y el corazón se le detuvo. ¿Se le pararía antes que sus piernas blancas y veloces?

Duerme mucho. A veces la hermana la sacude y pregunta si aún respira. ¡Qué te importa! (Ana le grita).  A mí nada, pero sí a la Abuela que me manda a cada rato.

Te gusta correr en bicicleta. La velocidad que alcanzas hasta el vértigo es tu primera droga. Cuando te encierran, porque ya es muy tarde, pruebas con algo más fuerte: dejas de respirar lo más que aguantes, juegas a morirte.

Leer, leer, leer… atrapar mentiras y verdades hermosamente escritas. Ya no sale, ya no juega, siempre en búsqueda de libros, sobre todo aquellos, los ocultos, los prohibidos…

Y entonces, como perro persiguiéndose la cola, comienzas a copiar versos en libretas del colegio, pegas estampas de paisajes y parejas abrazadas, besándose en un atardecer a orillas de una playa desierta…; memorizas otras cosas que no sean el himno nacional, fechas históricas, oraciones, conjuros ni jaculatorias. Aprendes a guardar imágenes en un rincón desconocido. Te encuentras verdaderamente enamorada, y juegas ahora a no morirte nunca.

Anna escribe.