LOS INICIOS
Este es el día en que empiezo a despedirme. Hoy, trece de enero de dosmildiez. A medio
siglo de vida en el planeta, dos de mí que fueron yo, descansan al fin en estas
letras.
Ana, te veo
encima de la tierra, no caminas aún y estás contenta. En tu mano se deshace un puño de arcilla,
intentas llevártelo a la boca. Click.
Tus padres, seguramente con una polaroid
que rentaron o prestaron de un amigo, te capturan. Tú en brazos de uno, click, y después en brazos de otra, click. Punto ciego el desierto. Luego no recuerdas.
Ahora se le
antoja el barro, su olor, su frío contacto con el agua, su rudeza acaso.
Tu infancia fue
árida burbuja.
Ana no sabe qué decir de su infancia. Ella está intentando recordar un poco con los
restos de las voces ajenas: levantarse temprano, ayudar a su hermana a
despertar, encabronarse con el desorden…
Grita, sí, grita, y no hay nadie quien la escuche. . Son estampas,
fotografías diluyéndose en el fregadero, una memoria cada vez más mentirosa. Abuelos en señal de padres, tías en señal de
madres, palabras atoradas en señal de amigas, a veces…
Te escondes en el
armario para poder llorar, pues tu padre ha dicho que eso no es bueno, nadie
debe saber que lloras…
Ella espera los
domingos como el mejor regalo. Padre lleva al río a sus pequeñas "reproducciones", a nadar, a tomar algún
helado y comprarles un cuento. Ana nunca quiere que se acaben los domingos. Padre habla casi nada, si acaso hace una o
dos preguntas sin prestar atención alguna a las respuestas. Él sigue demasiado joven.
Espanta la
escuela de monjas, la detestas. Son crueles contigo. Con tu hermana no, porque ella es bonita: su cabello ondulado, color oro viejo (como
dice tu abuela), sus mejillas rosas… y además, obedece.
Le gustan los
cuentos a Ana, espera ansiosa que sus tías-madres-hermanas regresen del trabajo
o de la escuela, para que alguna le lea o relate alguno. El abuelo, en especial, le canta cuentos,
toca su violín mientras ella le sonríe atenta aunque desconozca los sonidos, el
idioma…
Acurrucada en el
vaho de la cocina, Abuela sabe cómo rociar azúcar sobre tu desierto. Y salen
galletas de ese calor, abrazos sin tocarte, besos de canela y chocolate,
tibieza que te tragas como píldoras de salvación.
Muchos la ven,
pocos la observan, casi nadie la toca. Ella es un atardecer esperanzado.
Te odias por no
quererte. Quieres verte bonita, acicalada, sonriente… y sólo eres una
despeinada horrible y triste estrella.
Las monjas le
dicen que todo lo hace mal: aprende mal, limpia mal, come mal, borda mal,
escribe mal, reza mal…
No conoces aún el
desconsuelo, ni el desamor, ni el destierro. Ni siquiera has escuchado esas
despalabras. Sin embargo, vibras en preguntas: "¿Conocerán los hombres el amor?
¿En cuántas casas me habito? ¿Y si Papá también se muere?"
Tiene un amigo
imaginario. Se llama Dientito. Conversan y juegan siempre bajo la ducha, jamás
en otro sitio pues pueden ser descubiertos. Ana le nombró así porque la presión
del agua sobre su espalda era como pequeñas mordidas de afilados dientes.
Tienes nueve o
diez años y te enamoras. El objeto amorativo es el sobrino de la vecina que sólo por venir
de no sabes dónde, es encantador. Tu memoria apenas ha guardado sus pecas y su
copete juguetón contra el viento. Abuela
dice que eso no es amor, que estás enamorada del amor y que aún no sabes lo que
es. Entonces, te preguntas, ¿cómo se puede soñar con algo que no conoces?
Comienza por
besarse en el espejo. El frío adelgaza sus labios y se secan. Prueba con el
bilé de su tía y ahora ya no siente nada. Su amiga confidente le dice que debe
sacar la lengua y ella advierte que el espejo sabe a detergente. Abandona la
misión pero busca otros materiales.
La niña muerte te
toca. Tu amiga, con quien ayer apenas jugabas, se murió. Así, de pronto, como
siempre se mueren todos, pero ella no, ella sí se murió de repente.
Corría por el parque y el corazón se le detuvo. ¿Se le pararía antes que sus
piernas blancas y veloces?
Duerme mucho. A
veces la hermana la sacude y pregunta si aún respira. ¡Qué te importa! (Ana le
grita). A mí nada, pero sí a la Abuela
que me manda a cada rato.
Te gusta correr
en bicicleta. La velocidad que alcanzas hasta el vértigo es tu primera droga.
Cuando te encierran, porque ya es muy tarde, pruebas con algo más fuerte: dejas
de respirar lo más que aguantes, juegas a morirte.
Leer, leer, leer…
atrapar mentiras y verdades hermosamente escritas. Ya no sale, ya no juega,
siempre en búsqueda de libros, sobre todo aquellos, los ocultos, los
prohibidos…
Y entonces, como
perro persiguiéndose la cola, comienzas a copiar versos en libretas del
colegio, pegas estampas de paisajes y parejas abrazadas, besándose en un atardecer a orillas de una playa desierta…; memorizas
otras cosas que no sean el himno nacional, fechas históricas, oraciones,
conjuros ni jaculatorias. Aprendes a guardar imágenes en un rincón desconocido. Te encuentras
verdaderamente enamorada, y juegas ahora a no morirte nunca.
Anna escribe.