lunes, mayo 15, 2006

POEMA NUESTRO DE CADA DÍA

LOS ENJAULADOS

Lerdos,
bostezando en la gelatina incolora
donde flotan sus vidas, envejecen,

Vagabundos, de un lado a otro
de otro a uno cargando papeles, envidia, caspa y
desesperanza, bostezan,

Sin miseria ni gloria, a media tinta,
entre dos aguas.

Donde terminan las colas que nacen
en los barrios, crece su rencor y su vagancia
y tienen casillas, permisos, desgano, calendarios,
donde nos archivan, sumillados,
manchados para siempre de huellas dactilares
el corazón.

Y para no escuchar el gemido de la sangre
duermen sordos, atados auriculares de teléfono,
mordiendo soledad, barbitúricos y otra vez
desesperanza y lágrimas.

¡Y de pronto!
saltan de la cama, encienden la luz y hacen cuentas,
en los ascensores, hacen cuentas, sobre dos senos,
sobre las mesas,
bajan a los negros prostíbulos y hacen cuentas y
despiertan crispados, mordiéndose las uñas,
el plazo vencido, la excedida farra.

Lerdos, abandonados de la esperanza
pero también por la desesperanza, flotan
en su amargo escritorio, el naufragio.

Bajo empañados vidrios
guardan el cabello apelmazado
del primer amor, el profiláctico del primer soborno,
y el banderín recordatorio
de como muchachos los devoró la vida.

Y a cada rato,
miran el reloj y les nacen úlceras, hemorroides,
diarrea, estreñimiento, un dolorcito aquí,
constante, aquí en la espalda y toman jarabes,
tónicos, reconstituyentes,
y en las noches maritales lagrimean el supositorio, uno
cada antes de acostarse ¡Cuidado!

Jamás miran atrás o hacia abajo
porque los estrangula el vértigo, arriba,
siempre miran arriba, la vida está
en los décimo segundo pisos
y hay que financiarla
aunque sea cabizbajos y acumulan
pequeños recuerdos, pequeñas miserias,
pequeños rencores y a la hora del almuerzo
hacen grandes discursos, con enormes índices
señalan a sus hijos y arrodillados
se masturban, sí, solitarios,
fisgoneando en los baños a niñas que lloran
en secreto, la sombra del miedo
que ha empezado a crecer bajo sus vientres

Y hablan
de moral y descienden a los sótanos,
a los solapados closets donde se miran
contra tres espejos, con calzones rosados,
con prendas secretas y besan
garantizados amuletos y así,

Sin alegría y sin tristeza,
deambulan, del escritorio al bar, del bar a la mentira y
de allí

a la cama. Sabiendo que despertarán,
unos minutos antes despertarán,
con la amarga zozobra
de que el reloj va a sonar

y nos lance otra vez, amor mío,
a esta vida que ya no quiero.


Iván Oñate

(de En casa del ahorcado, 1977)