En el fondo, a la manera de Bosch , merodea un fauna fantástica, entre otra fieras imaginarias sobresale un gato: es una bestia que nació adulta, como un Lao-Tze felino recién salido de un huevo de avestruz. Hay también un cuervo y una paloma: el primero aletea para mantener el equilibrio en la rama de un manzano que desnudó el otoño, y no se sabe si una de sus alas es ala o parte del cabello de la mujer: la figura principal del cuadro. La paloma, no es la Noé, no es Semíramis, no es el Espíritu Santo; su pico sangra, su zureo conmueve hasta los espantapájaros, y viéndola con lupa más que paloma es llanto, es una manera de disimular las lágrimas de la retratada que cuando le preguntan cómo se llama, responde: Hija de mi hija, Arena, Espuma, Corazón de cactus.
La mujer del cuadro tiene cuello de cisne, si la estuviera dibujando Modigliani de seguro colocaría en él un discreto collar azul turquesa, parecido al de Lolotte: su célebre modelo. Ella está sentada en una silla de mimbre; su desnudez es casi completa: sólo la cubre un pañuelo sobre su regazo como si fuera una hoja de parra impuesta por la moral judeocristiana, como adiós en reposo cansado de agitarse cada tarde en despedidas a un vapor donde viaja la abuela muerta de la dueña de la prenda; a la diestra de ésta, bosteza un cocodrilo y aunque muestra sus poderosos dientes, no hace nada, es dócil como galgo postrado a los pies de una terrateniente rusa. Hay un instante donde Pandora amenaza con abrir la caja de sus demonios, después llega una penumbra que fluye como niebla maligna y el cuervo aprovecha la oscuridad para atacar a la dama: ella débil resiste la agresión del pajarraco como si en vez de mujer fuera un canario expuesto a los peligros nocturnos porque su carcelera olvido tapar la jaula, y así de esa manera terminan por diluirse las imágenes y el cuadro queda como boca de lobo, pero antes de que los labios de la mujer se hagan viento, ella alcanza a decirnos:
La tarde, la tarde es demasiado: pronto crecí y ya era tarde.
Cuando el llanto apareció como camino, sólo era un seco río:
me hice piedra sin mojarme.
Los noticias sobre la vida de la mujer sentada en la silla de mimbre son extrañas: Sé que se llama Anna, con doble ene; los chismosos divulgan que, para disminuir el rigor de las santas aguas mormonas que la ahogan en culpas desde la infancia, frecuenta un bar que se llama Reforma, que ahí con otros fieles de la secta: Los Olvidistas del Sexto Día, cada viernes , como si el vodka o el ron fueran aguas del Leteo, se reúnen dispuestos a provocar la amnesia, y sus remordimientos y traumas se vaporizan entre tríos de guitarras románticas, clientes con jorobas producidas por la tristeza y parejas bebiendo jarras de una cerveza oscura que las hace cagarse de risa.
Sí, de esa mujer se dicen muchas cosas: que escribe odas a su almohada, epístolas al Deseo, que cree destruirse cuando se ama así misma, que naufraga en un mar que cabe en el cuenco de sus manos. Por éstos y otros rumores semejantes, los custodios de la seriedad la acusan de lunática, pero ella misma es quien propaga la semilla de esa maledicencia porque acostumbra a develar el clamor de su entraña en versos, y aunque los promotores artísticos de la localidad no la tienen entre sus favoritos y las editoriales rechazan caprichosamente sus proyectos, sus confesiones se divulgan, su verdad interior va quedando a la vista de todos y no faltan ignorantes que le recomiendan frenar la tempestad y el ímpetu dictado por su sangre para que su trabajo lírico se ajuste a consignas impuestos por los amantes de una belleza esclerósica.
Recientemente logré conseguir una de sus obras: Las palabras no nacidas, un poemario publicado en el siglo anterior, y bajo el influjo de ese lenguaje procedente del limbo, tracé el retrato antes descrito y aunque sé que al describirlo no cumplo con mi tarea de esta noche, en lugar de un discurso plagado de inexistentes virtudes, fue lo meno rudo que pude ofrecerles. Acaso mi visión sin perspectiva nada aclara sobre el quehacer artístico de Anna y tal vez terminé por defraudarlos. Si es así, olviden lo antes dicho y véanme como si fuera un arlequín giboso que se despide interpretando un fado que los paisanos de Sá-Carneiro utilizan para descongelar los corazones, y con sus palpitares, ya motivado, dejo disponible el escenario a la estrella de este evento, y no dudo que cuando escuchen de viva voz sus versos, como yo, van a opinar que no hay necesidad de aburrirse con intermediarios, que la poesía de Anna Kullick habla por sí sola, porque es diáfana y fluye como el cantar de los remansos.
Gracias. guillermo meléndez