martes, enero 15, 2013

CARTA A BRYAN

30 de enero de 1998... (una carta recién encontrada y vigente)

Vengo de ti, Bryan, de hablarte y pensarte conmigo aunque no estés esta mañana. Imagino tu cuerpo aún pequeño, disperso entre tantos otros niños con historias diferentes a la tuya.  Casi veo tu mirada puesta adentro, como la mía en muchas ocasiones.

Hasta hoy que me asaltan las peguntas temerosas: ¿Qué fue o qué hice de ti? ¿Cómo vivirás este profundo amor que te tengo? ¿Dónde estamos, hijo? ¿Dónde la madre, dónde el hijo?
Regresar al pasado siempre asusta. Regresar a verlo con ojos diferentes, despojarles el siempre y la razón, incrustarlos en el alma y creer fervorosamente en lo que atrapan... Tengo frío, por dentro tiemblo.

A veces creo que naciste antes por mi prisa de verte, de tocarte, conocerte.  Esa prisa permanece y se traduce en sueños y deseos pisoteados por tu armadura. No permites en tu mundo la entrada a nadie y no te culpo. A veces el encierro es protección y la protección siempre es perseguida por el miedo.

Tengo culpa y alegría. Culpa porque sin querer me diste miedo y yo también busqué la falsa puerta. Alegría porque sé que aún no es tarde para recuperarte y hacerte sentir un lugar en este mundo.

Deseo más que ninguna otra cosa en el Universo poder tocar tus pensamientos; estirar mi mano y hacer lo que tantas veces creo hace tu ángel y el mío: peinarte el corazón hasta dejarlo como un niño de mañana, recién yendo a la escuela.

Ahora sé que te has instalado en un sitio muy cómodo, para ti, pero también muy doloroso. Eres como una hojita de árbol que se niega a seguir creciendo; y si no creces, pequeño gran hombre, no te fortalecerás jamás, no podrás mecerte ante el viento, no cambiarás de color, no alimentarás a la tierra.

Quisiera decirte que todo será fácil y placentero, sin embargo debes saber que dolerá y quizá sufras más que ahora, pero tengo en mis manos la certeza de que lograré, algún cercano día, lo único que persigo al haberte nacido: tu felicidad, tu plenitud.

Muchos dicen que el futuro no se puede ver, y yo creí firmemente en este dogma durante muchísimos años, hasta ahora en que tú rompes ese velo. Siempre supe, de alguna manera, que tú llegaste a mi vida para regalarme un grandioso aprendizaje. Jamás creí que el obsequio me fuera dado tan temprano.

A menos de cumplir tus siete mayos, ya me has dado y enseñado tanto... Te recuerdo suavecito, tiernas tus manitas; y recién estrenando las palabras preguntaste: --Mamá, ¿y la luna?  Y era esa hora de la tarde en que la noche se le inserta despacio, como a hurtadillas, y el aire se torna azul plomizo...  Yo te respondí: 
--Aún no sale, hijo.  Jamás olvidaré tu vocecita anhelante: --¿Me la prendes?

Aquella tarde aprendí mi primera lección de magia blanca. A la luna, la podemos encender.

2 comentarios:

Mónica kullick dijo...

Bellísimo

Anónimo dijo...

Que hermoso despliegue de amor.