¿Seguir leyendo o mirar a la hija cuando duerme?
La noche se sostiene en plumas húmedas, garúa que cierra ventanales,
encoge espacios, silencia perros, gatos, y a los pájaros que llevo adentro.
Es la atmósfera antesala de recordatorio. Un confesionario sin
escapatoria cubierto de cenizas.
Hoy quiero hablar con alguien: de la luna que me tiene congelada, del
fantasma con quien vivo. No hay nadie, nada, ni aquella rabia que me dejaba
temblando pero libre.
Soñé y fui encerrada en el presente.
Se vuelven piedras las palabras que dicto a mi inocencia, en un
montículo que oprime la sagrada infancia, dejándome marchita de miedo y veleidad.
Sufre la pasión, oscila por mi estado solitario y no sé si asesinarla o
darle aliento.
Si la tierra me sostiene, la luna me suspende con su sangre; pero el sol
me funde y no puedo coagular toda la vida.
Para esta otra mujer que habito, vivir entre excesos y dudas resulta
peligroso. Es la extremadura donde cavo un túnel que me lleve al permeable
nacimiento.
Cierro los ojos y veo paredes desplomándose. Huyo ante la imagen de mi
hija muerta.
Cuánto me cuesta confesar el odio.
Todo es penitencia, menos esta sangre lunar, dueña del mundo y de su
pulso, a la que pido aguarde mi canción en su memoria y me conceda los latidos
suficientes para poderme recordar, para saber decir de nuevo que amo.
AKL
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